noviembre 18, 2007

El Terapeuta como científico en acción

En el transcurso del proceso terapéutico el terapeuta si bien por un lado procurará mantener una adecuada dosis de tensión, paralelamente intentará orientar la energía psíquica del sistema self paciente-terapeuta hacia caminos que faciliten la elaboración constructiva de los contenidos psíquicos del paciente. Para ello, es menester que el terapeuta lleve a cabo estrategias que le acerquen hacia la mejor y más completa comprensión de los elementos en juego.

Con tal finalidad elaborará hipótesis a modo similar de lo que lo hace un hombre de ciencias al abordar cualquier cuestionamiento o problema científico y, de igual modo, procurará establecer la certidumbre o falsedad de tales hipótesis. Y, tal como Estany señala que "las hipótesis científicas son enunciados que son susceptibles de ser sometidos a contrastación", asimismo las hipótesis clínicas podrán ser contrastadas con la información recogida por el terapeuta y con las intervenciones que realice con el objetivo de ir aclarando tales hipótesis, ya sea para confirmarlas, para desecharlas o para posponerlas para un momento más oportuno.

De hecho, como asevera el mismo Estany, es posible sostener "que el razonamiento científico y la mayor parte del razonamiento cotidiano se plantea en términos probabilísticos y que, por tanto, cuando evaluamos una hipótesis lo hacemos calculando la probabilidad de dicha hipótesis a la luz de la información que hayamos podido recabar". Por lo tanto, las conclusiones que puedan obtenerse tras la contrastación de la hipótesis con los antecedentes e información surgida en un caso determinado siempre deberán ser consideradas como nuevas hipótesis, que cada vez mejor fundamentadas, nos entregan una mayor probabilidad de acercarnos al correcto enfrentamiento del problema en cuestión.

Es así como la certidumbre o falacia de una proposición o hipótesis en estricto rigor debe ser siempre objeto de crítica y de constante revisión. Concordantemente, aunque por distintos razonamientos, la fenomenología de Husserl plantea la necesidad de dejar "entre paréntesis" aquello que es puesto ante nuestra mirada.

En palabras de Francisco Varela, el mundo no puede ya ser tomado al "estilo Galilei", es decir, no es dable pretender la obtención de "descripciones del modo en que el mundo en verdad es independiente del sujeto conocedor". No obstante, según afirma el mismo Valera, "el vuelco de Husserl hacia la experiencia y 'las cosas mismas' era solamente teórico", esto es, "carecía totalmente de una dimensión pragmática"; y, citando a Merleau-Ponty, asevera que "precisamente por tratarse de una actividad teórica post-factum no pudo capturar la riqueza de la experiencia; sólo pudo ser un discurso sobre dicha experiencia".

Incluso Varela va más allá aún, llegando a señalar que "la actitud abstracta que Heidegger y Merleau-Ponty atribuyen a la ciencia y la filosofía es en realidad la actitud de la vida cotidiana cuando uno no está alerta. Esta actitud abstracta es el traje espacial, el acolchado de hábitos y prejuicios, el blindaje con que nos distanciamos de nuestra propia experiencia".

De hecho, en esta situación dilemática se enmarca claramente la experiencia terapéutica. Por diversas razones, desde la formación académica, las teorías subyacentes o hasta los propios mecanismos psíquicos del terapeuta, es posible que éste pretenda establecer una relación aséptica, considerándose un observador e interventor externo, sin ningún involucramiento directo en el proceso terapéutico que se desarrolla ante sus ojos a modo de un experimento o práctica de carácter estrictamente científico.

No obstante, al parecer tales suposiciones no son más que fantasiosas pretensiones, que se derrumban al ser miradas por una segunda vez.

La imagen aparece muy nítida: es imposible meterse en el barro y pretender no ensuciarse al menos los pies.

Tal como el científico de cualquier área, el terapeuta debiera asumir su trabajo más que como una actividad efectuada desde lo incorpóreo y la abstracción una labor realizada desde una óptica "corpórea" e "integral"; vale decir, incorporando todo el rico bagaje que supone su calidad de ser humano.

El término "corpórea" es utilizado aquí en el mismo sentido que Varela le otorga respecto a la reflexión científica desde una visión fenomenológica, es decir, aludiendo "a una reflexión donde se unen el cuerpo y la mente"; con tal formulación Varela "pretende aclarar que la reflexión no es sobre la experiencia, sino que es una forma de experiencia en sí misma".

De esta manera, el terapeuta debiera participar del encuentro terapéutico con todas sus funciones cognitivas activadas; ya sean pensamientos o sentimientos, sensaciones o intuiciones. Así se hará partícipe de un proceso que no sólo enriquecerá mayormente a su paciente, sino que también le enriquecerá a sí mismo.

noviembre 03, 2007

La tensión en terapia


El encuentro terapéutico que se establece en lo que podríamos denominar el "self paciente-terapeuta", supone que uno de los mundos que se intersectan en dicho encuentro está validado institucionalmente —correspondiente al rol del terapeuta—, en tanto el otro mundo —el del paciente— acude al anterior en procura de ayuda específica para lo cual acepta y valora la validación institucional que se otorga al terapeuta.

En un encuentro así planteado, es evidente la disparidad que aflora y que genera al menos un par de dilemas. Un primer dilema está en que ambos participantes sean capaces de soportar y sostener a través del tiempo la tensión que implica una situación de distribución disímil del poder en una relación de esta naturaleza. En un segundo nivel y de manera simultánea al anterior, el terapeuta debe procurar mantener y sobrellevar adecuadamente la tensión entre el bagaje profesional-académico-institucional que fundamenta tanto su intervención como su razón de estar en la relación terapéutica, versus la propia situación de encuentro entre dos seres humanos, cada uno con su propio mundo significante.

La tensión puede ser descrita como un diferencial establecido por una contraposición o interacción de fuerzas; en tal sentido, se puede hacer corresponder con el concepto físico de energía potencial. La resolución de dicha tensión corresponde a la distensión provocada por la liberación de la fuerza, ya sea por un desborde descontrolado o un encauzamiento creativo de ella.

Al parecer entonces, una práctica clínica adecuada, una buena práctica terapéutica, requiere de una correcta resolución de las tensiones involucradas.

Dinámicamente, se tiene una polaridad inicial provocada por la aparición de dos fuerzas que interactúan. Dicha polaridad constela el arquetipo del binario, el cual pudiera ser resuelto desde una perspectiva del poder, en cuanto uno de los dos —generalmente el terapeuta— puede generar o hacer presencial algún tipo de poder sobre el otro; o bien desde la perspectiva del amor, en la cual se procura una resolución sintética que mancomune a los dos elementos originales y originarios de la tensión en un tercero en que se establezca la "conjunctionis" o reunión de los opuestos.

Si es la segunda la perspectiva adoptada, se podrá establecer una com-unidad que devenga en un mundo compartido con tensiones internas, pero ya sistémicamente estabilizado, con su propia homeostasis.

En una "unidad compuesta" como la así establecida las tensiones internas se resolverían más bien por cambios tipo 1 que por aquellos del tipo 2, según lo descrito por Paul Watzlawick y sus colaboradores de Palo Alto. Ello, por cierto, hasta el surgimiento de situaciones en que la tensión sea tan grande que derive en una disyuntiva entre la destrucción del sistema o una reestructuración radical de éste.

En el primero de ambos casos, la relación terapéutica se verá finalizada, ya sea por una oportuna derivación por parte del terapeuta, por un "acting" del paciente o definitivamente por el abandono por parte de éste de la terapia.

Por el contrario, en el segundo caso, la tensión entre los opuestos — adecuadamente inducida y orientada por parte del terapeuta— podrá conducir al aumento en la motivación del paciente, de modo tal que se posibilite así un avance hacia la resolución efectiva del problema que le traía a consultar; lo que en términos de Watzlawick significaría la ocurrencia de un cambio tipo 2., es decir, un cambio transformativo.

septiembre 10, 2007

El self paciente-terapeuta

La práctica de la psicología clínica supone un diálogo o encuentro entre dos mundos significantes –el del terapeuta y el de su paciente— en el marco de un contexto histórico, cultural e ideológico. Cada uno de esos mundos dialogantes lo podemos entender como una totalidad, una gestalt o un conjunto de elementos con un cierto sentido, organización y/o estructura que le es propia y cuyo centro es un ser humano. De este modo, dichos mundos significantes vendrían a conformar lo que también podría llamarse realidades individuales.

La realidad podría ser referida por la totalidad de aquello que el individuo percibe y que conforma su mundo individual; en tanto que, a modo de trasfondo, la existencia estaría constituida por todos aquellos fenómenos compartidos tanto por seres humanos, animales y objetos, los cuales obedecen a leyes o formas de organización que trascienden las personales realidades.

Por cierto que los seres humanos no constituyen cada uno de ellos compartimentos infranqueables y aislados. Más bien, es posible hablar de una inter-realidad o intersubjetividad que surge a partir de la intersección de vivencias de distintos individuos –que de algún modo podríamos entender como la "deriva co-ontogénica" a la que alude Humberto Maturana–, lo que les permite aprehender la existencia que les sirve de fundamento. De este modo, es posible referir entonces que, de alguna manera, la realidad encuentra “su nicho” en la existencia.

El concepto de “nicho” fue expuesto por Maturana en términos de “aquella parte del medio en la que se distingue un sistema, es decir la parte del medio que le es operacionalmente complementaria”. El tal sentido y entendiendo la realidad como un sistema, las diversas realidades y la existencia se complementan. Por un lado la realidad necesita de una existencia en la cual fundarse, de la cual tomar sus elementos estructurales; en tanto la existencia requiere de una realidad que la integre y la organice. Mediando entre ambas se encuentran los nichos que permiten el diálogo estructurante entre la realidad y la existencia. De este modo y de manera concordante con lo propuesto por Maturana para los sistemas, el nicho es la parte de la existencia que está obscurecida por la realidad.

De este modo, el denominado "ser-en-el-mundo" de Heidegger o su versión hispanoparlante de "yo soy yo y mis circunstancias" de Ortega y Gasset adquieren pleno significado, lo que es particularmente relevante en la práctica de la psicología.

Hombre y Sociedad, realidad y existencia, sujeto y objeto, constituyen conceptos complementarios que no hacen sino dar cuenta de una abstracción que, amparada en el pensamiento analítico, separa las unidades para aproximarse a su entendimiento por parte del científico –o, en nuestro caso particular, del psicólogo clínico—. Ejercicio por cierto incompleto si no se logra la posterior y necesaria síntesis integradora, que posibilite la real comprensión del ente bajo estudio.

De modo similar, en términos junguianos, podemos plantear que existiría un “self humano”, que daría cuenta de todo aquello que podemos llamar "lo humano" y que está presente, caracteriza y define a todos los seres humanos; el “self individual”, por su parte, daría cuenta de la particular y específica realidad que cada uno de los seres humanos vivencia.

No obstante, el "self" en sí sería una estructura unitaria, sólo divisible intelectualmente para fines de análisis; pero presuponiendo, por cierto y como ya se ha dicho, una síntesis final integradora que complete el ejercicio intelectual.

Es entonces en la “realidad” en donde cada uno tiene la posibilidad de "vivenciar" la presencia del Self. El Self, por un lado, sería aquello que otorga organización a la existencia, organización que nos puede ser revelada sólo por medio de símbolos, en virtud de los cuales nos es posible ir construyendo nuestras particulares realidades. Pero, al mismo tiempo, el self cumple un rol estructurante de la realidad, otorgándole a ella un basamento concreto y entregándole un marco que posibilite la interacción de ésta con otras realidades.

Asimismo, es posible hablar de "self grupales", cuando ellos están referidos a grupos de seres humanos; entre los cuales el "self paciente-terapeuta" sería una caso específico.

agosto 18, 2007

La Trascendencia que posibilita la Terapia


El psiquiatra chileno Armando Roa, en su texto Drogas y Antipsiquiatría, reflexiona acerca de que “el hombre es imagen y semejanza de Dios; si no vislumbra a Dios del cual es su imagen, tampoco se vislumbra ni a sí mismo ni a su prójimo, y no le cabe otro augurio que el profetizado por Foucault, desaparecer como un rostro en la arena”.

Lo que el concepto de Dios pueda significar para cada individuo es algo que no nos corresponde aquí enjuiciar. Ahora bien, el Self para la psicología analítica se refiere, en términos estructurales, a la totalidad psíquica del individuo, conformado tanto por la conciencia, por el inconsciente personal y por el inconsciente colectivo.Al respecto, Carl Jung en Psicología y Alquimia plantea que “en el uso científico del término, el Self no señala ni a Cristo ni a Buda, sino más bien a la totalidad de figuras correspondientes, y cada una de esas figuras es un símbolo del Self”.

El Self, en tanto estructura arquetipal, se revela al ser humano mediatizado por símbolos. La posibilidad para el ser humano de trascender su realidad inmediata y no limitarse a "desaparecer como un rostro en la arena" está precisamente en aprehender el lenguaje de los símbolos, de modo tal de adentrarse conscientemente en su proceso de individuación.

El desarrollo del individuo se realizará ya sea consciente o inconscientemente. Sin embargo, si ocurre del segundo modo estará más expuesto a quedar preso de fijaciones que le impidan avanzar sanamente por su propio camino de individuación.

El trabajo por el desarrollo de una actitud simbólica en el paciente se torna así en una vital herramienta en el trabajo terapéutico. Dicho trabajo supone en el terapeuta el ejercicio de un rol de iniciador en el mundo del símbolo y a la vez oficiante del ritual del proceso terapéutico.

La actividad terapéutica se constituye entonces en una verdadera religión, en tanto su finalidad es lograr religar los distintos aspectos de la personalidad del individuo, en procura del avance en su propia individuación; proceso en el cual los símbolos constituyen por excelencia los entes religadores de la psiquis y, por ello, pueden ser considerados como las flechas de Eros que logran atar la psiquis posibilitando así la anhelada "coniunctio".

agosto 14, 2007

La psicoterapia: mayéutica e iniciación



Dionisio Aeropagita, también conocido como Dionisio el Místico o el Pseudo-Dionisio, en su obra "Jerarquías Eclesiásticas" se refiere a los rituales en los siguientes términos: “es por ellos que se confiere su plena realización a todos los símbolos más divinos y a las santas ordenanzas”.

No obstante, al parecer, para lograr llegar a vivenciar apropiadamente el ritual es menester vivenciar previamente una iniciación en el mundo de los fenómenos simbólicos, en cuanto referentes de elementos arquetípicos subyacentes.

Según expresara el antipsiquiatra Ronald Laing: “En vez de la ceremonia de degradación del examen psiquiátrico, diagnosis y prognosis, necesitamos (…) una ceremonia de iniciación, a través de la cual se guíe a la persona, con pleno estímulo y sanción sociales, hacia el espacio y el tiempo interiores”. Más adelanta profundizaba: “Las sociedades humanas en diversas épocas y lugares han tenido fe en un método de ‘psicoterapia’ que el hombre occidental ha olvidado y reprimido: el regreso al Caos. El hombre «arcaico» y «primitivo», para curarse (…) [entra] en el tiempo mítico y eterno que precede a todos los orígenes. Se deintegra o es desintegrado, como persona que existe en el tiempo histórico y «egoico»”.

En un sentido similar Chevalier afirma que “para inteligir toda la extensión de la expresión simbólica, será necesario un cierto despertar de la conciencia hacia esa dimensión, que ciertos filósofos llamaban la «dimensión vertical de lo real»; y la verticalidad comprende, a la vez, la profundidad y la altura”. Concordantemente el simbolista Eliphas Lévi asevera que “la ciencia se conserva por el silencio y se perpetúa por la iniciación”.

Por su parte, el analista italiano Luigi Zoja asevera que la “iniciación”, entendida como un “paso” que avanza “de lo profano a lo sagrado” a través de “fases de muerte y renacimiento”, posee un carácter arquetípico; sin embargo, acota que “la sociedad actual ha perdido prácticamente la capacidad de ofrecer iniciaciones institucionales”.

Mircea Eliade, en su obra "Herreros y Alquimistas", reflexiona entorno a que “el «profano» que tiene sueños alquímicos y se aproxima a una integración psíquica atraviesa por las pruebas de una «iniciación»; sólo que el resultado de esta iniciación no es el mismo que el de una iniciación ritual o mística, aunque puede ser asimilado funcionalmente a ella”.

Pues bien, la ejecución de cualquier ritual supone la participación de un oficiante que ponga en acción dicho ritual. Esto tradicionalmente también ha ocurrido en relación a las ceremonias de iniciación, en las cuales es menester la participación de un guía o un hierofante, cuya forma arquetípica más característica la constituye probablemente la de Hermes en su rol de psicopompo o guía de las almas.

Es así como entonces, el rol del terapeuta en procura de la adquisición de una actitud simbólica se corresponde con la de Hermes psicopompo, en tanto oficiante de un ritual que avanza en la concienciación de los símbolos que de este modo podrán actuar como catalizadores del proceso de individuación; pero, más aún, el terapeuta debe previamente actualizar su rol de iniciador e introducir al paciente en el mundo de los símbolos y en el rol trascendente de estos.

El rol de partera que supone un proceso realmente mayéutico o de alumbramiento en el mundo simbólico del paciente por parte del terapeuta, implica previamente el despertar de la denominada "actitud simbólica" en el propio terapeuta. Tarea crucial que torna en imprescindible el trabajo del mismo terapeuta por adentrarse en el misterioso y numinoso mundo de los símbolos.

julio 23, 2007

La terapia y el ritual de la sanación

El rumano historiador de las religiones Mircea Eliade plantea en uno de sus textos que “la imaginación, el sueño, la alucinación, redescubren un símbolo alquímico —y por ese mismo hecho colocan al paciente en una situación alquímica— y obtienen una mejoría que en el nivel psíquico corresponde al resultado de la operación alquímica”.

Por cierto que la “situación alquímica” y la “operación alquímica” a las que alude Eliade pueden ser entendidas como referentes arquetípicos de las situaciones de crecimiento humano, a las que también denota como “mejoría en el nivel psíquico”.

Es posible colegir que la mejoría a la que se refiere Eliade podrá ser producto del azar, de causas fuera del espacio terapéutico o simplemente no derivadas de manera directa de la intervención terapéutica. Sin embargo, podemos plantear la hipótesis (fundamental en la psicología) de que la acción del terapeuta está en condiciones de generar a lo menos alguna intervención en la mejoría esperada.

Al respecto Mircea Eliade señala acerca del lenguaje simbólico que “el Rosarium nos advierte aún que «esas cuestiones deben ser transmitidas místicamente» (…) lo mismo que la poesía, que emplea fábulas y parábolas»”. Pero Eliade va todavía más allá y plantea que “probablemente se trata de un «lenguaje secreto», como el que encontramos tanto en los chamanes de las sociedades arcaicas como en los místicos de las religiones históricas, «lenguaje secreto», que es a la vez expresión de los sentimientos intransmisibles de otra forma a través del lenguaje cotidiano y comunicación críptica del sentido oculto de los símbolos”.

En tal sentido el profesor francés Jean Maisonneuve afirma que “la eficacia no puede ser atribuida sólo al símbolo. La oferta de un proceder simbólico (chamánico, psicoanalítico u otro) resultaría estéril frente a la apatía. La espera, la presencia del deseo y de la esperanza que el oficiante estimula en el individuo o en el grupo y que los símbolos mediatizan, han de coexistir. En definitiva, el rito aparece como la condición necesaria de una eficacia simbólica, pero no opera si no encuentra una demanda suficientemente intensa”.

De este modo, los símbolos requieren un rito que los ponga en práctica de manera consistente, concordándolos con otros, para así ir entretejiendo con ellos la intrincada telaraña de los sistemas simbólicos, a partir de los cuales los símbolos adquirirán su real dimensión y su completa vitalidad.

Desde esta perspectiva, en cada sesión de terapia se desarrolla conciente o inconscientemente un ritual-ceremonia que, quiérase o no, siempre irá poniendo en práctica diversos símbolos. Nuestra labor como terapeutas pareciera consistir en tomar conciencia de ese ritual y transformarnos en verdaderos oficiantes del mismo. Así podremos intervenir eficientemente y estaremos en condiciones de colaborar en la expresión apropiada de aquellos elementos que deben ser considerados en ese momento por el paciente para avanzar en su proceso de individuación.

julio 09, 2007

La universalidad del símbolo


Ernst Cassirer, en su "Antropología Filosófica", postula que una señal mantiene una relación “con la cosa a que se refiere de un modo único y fijo”. En cambio, respecto al símbolo, el mismo autor plantea que “no sólo es universal sino extremadamente variable”, de modo tal que es posible “expresar el mismo sentido en idiomas diversos y, aun dentro de los límites de un solo idioma, una misma idea o pensamiento puede ser expresada en términos diferentes”. Lo cual daría cuenta de la riqueza que significa la utilización del lenguaje simbólico.
En modo similar se expresa Joseph Campbell al señalar en una entrevista televisiva que “todas las religiones son verdaderas para su época”; es decir, que el acoplamiento simbólico entre el elemento simbólico y el observador y más aún la actitud simbólica de este último, nos franquean el camino hacia una comunicación universal.
La experiencia en el trabajo al interior de una cárcel, con algunos individuos incluso analfabetos, con escaso número de palabras en el léxico personal, permite dar cuenta de que a veces las palabras –es decir, las señales o símbolos convencionales– no son suficientes para comunicarse y colaborar en el cambio terapéutico. Y es allí donde se hace de extrema utilidad terapéutica el uso de símbolos; cuidando por cierto de respetar el sistema simbólico propio de cada individuo y de su subcultura, pero procurando al mismo tiempo expandir la concienciación de su quantum simbólico para así despertar o acrecentar la actitud simbólica de cada uno de ellos.
Para cumplir esta tarea de manera eficiente, nuevamente las palabras de Jung parecen certeras, en cuanto a que para comprender los símbolos de la propia cultura es mejor adquirir la perspectiva necesaria, para lo cual en la práctica es preferible comenzar por adentrarse en los símbolos de otras culturas, a lo que Jung en "Psicología y Simbólica del Arquetipo" denomina “investigación comparativa de los símbolos”.
Es decir, para contribuir en el desarrollo de la actitud simbólica es menester recurrir a diversos sistemas simbólicos y procurar comprender las analogías que es posible establecer entre ellos, ya que subyacentes a dichas analogías es probable que se hallen arquetipos, esto es, padrones de organización que se expresan en los símbolos propios de cada sistema simbólico y que al tomar conciencia de ellos es posible proceder por aproximaciones o por “circumambulatio” para avanzar hacia un aprehendizaje cada vez más profundo y certero de la quididad a la que tales símbolos están designando o representando.

junio 01, 2007

El quantum simbólico

Si entendemos por actitud simbólica, aquella propia de quien vivencia conciente y voluntariamente un fenómeno simbólico, podríamos afirmar que no todos los individuos son capaces de desplegar dicha actitud de una misma manera. Pareciera ser que ella puede ser desarrollada y, por tanto, que es posible referirse en términos cuantitativos hacia tal actitud simbólica. De este modo, podría hablarse de un cierto nivel de potencial simbólico que toda cultura o ser humano posee, el cual se expresa por medio de los símbolos que tengan tal carácter para esa cultura o persona en lo particular, a lo que podríamos denominar como “quantum simbólico”.

De esta manera, para el recién nacido, prácticamente carente de conciencia, el quantum simbólico es extraordinariamente escaso en diversidad, pero extraordinariamente extenso en profundidad. La diversidad y la profundidad serían dos aspectos o dimensiones de este quantum simbólico.

La diversidad daría cuenta de la cantidad de símbolos que son posibles de identificar como tales por la cultura o individuo; en tanto que la profundidad correspondería a la fascinación o carga vivencial que los elementos simbólicos logren despertar en el observador.

A partir de este quantum simbólico se construirán los diversos sistemas simbólicos específicos, en cada uno de los cuales sus componentes se encontrarán relacionados interdependientemente, explicándose unos a otros y colectivamente direccionados hacia una equifinalidad. Claro está que es posible establecer metasistemas simbólicos, los cuales revelan un sentido unitario común para toda la humanidad, esto es, un inconsciente colectivo.

Por otra parte, debe señalarse que el quantum simbólico sólo surge en presencia de un observador que lo experimente y por lo tanto sería consustancial a él. Por su parte, por cuanto el símbolo sería la forma en que los arquetipos se hacen presentes en la conciencia humana, la actitud simbólica daría cuenta de la capacidad de percibir concientemente el quantum simbólico de un elemento simbólico determinado.

De igual modo, es posible colegir que el quantum simbólico posee similares características que la energía, esto es, no se crea ni se pierde, sólo se transforma. Lo que podrá variar será el grado de conciencia y la profundidad o la diversidad, en tanto expresiones del quantum simbólico; pero dicho quantum será permanente y, como ya se expresó, consustancial al observador.

mayo 22, 2007

La esencia trascendente del símbolo

De acuerdo con muchos estudiosos del simbolismo, el símbolo es en esencia “trascendente”, por cuanto no alude a realidades inmediatas, sino a realidades metafísicas que trascienden el significado concreto y específico del objeto simbólico en sí.
Por otro lado, para la existencia del fenómeno simbólico es requisito la participación o acoplamiento entre un observador con actitud simbólica y un elemento simbólico que sea capaz de referir a realidades trascendentes.

Al respecto, es posible entender que cuando refiere a un “observador”, se está hablando tanto de individuos en particular como de colectividades culturales, en tanto conformen sistemas simbólicos específicos.

Asimismo, el símbolo no establece una conexión con aquello a lo que refiere de una manera esporádica; sino que, por cuanto lo referido pertenece al “mundo humano del sentido” –en tanto realidades arquetípicas– es vivenciado por el observador como una característica propia del objeto simbólico. Es por ello que el acoplamiento simbólico –es decir, la confluencia de elemento simbólico y de actitud simbólica– será experimentado como una relación eterna y consustancial. Esto hará que tanto lo referido como el referente simbólico sean mutuamente evocadores.

Cada individuo y cada cultura revistirá de atributos propios a las manifestaciones simbólicas de los arquetipos. Muy probablemente las formas específicas que adquiera cada elemento simbólico dependerán en gran medida del contexto cultural en que se desenvuelva; pero su esencia su quididad– permanecerán inalterables por cuanto se refieren a elementos colectivos, independientes de los sistemas simbólicos particulares en que se expresen.

Por lo anterior, resulta plausible que en cada sistema simbólico específico un símbolo ostentará tal calidad de manera permanente y si llega a perder dicha condición, en realidad podría decirse que para esa cultura o esa persona tal elemento no constituyó un real símbolo, sino a lo sumo un mero signo o señal circunstancial.

mayo 15, 2007

El fenómeno simbólico y la actitud simbólica

Etimológicamente la palabra símbolo derivaría del griego “syn-tobalein” que significaría “arrojarse juntos” o del griego “Sym-ballein”, que vendría a significar “lanzar (juntamente) con”. De este modo, es posible afirmar que su origen etimológico lo relaciona con la acción de reunir o religar dos o más cosas. De hecho se dice que en la Grecia clásica se utilizaba tal expresión para referirse a “dos partes de una pieza rota que servían para reconocimiento o contraseña. Cada una completaba a la otra y juntas daban el sentido”.

El estudioso del simbolismo tradicional Jean Chevalier señala algo que otros autores en otras palabras pero en similar sentido han señalado antes; esto es, que el símbolo “rememora al espíritu (…) la naturaleza verdadera de los arquetipos divinos que son el modelo mismo de su ser”. Y de manera similar, el francés Paul Claudel afirma que “la Sabiduría Eterna… no se ha dirigido a nosotros más que en Parábolas, sirviéndose, no de razonamiento, sino explicándolo en el lenguaje de esas cosas que nos rodean y que desde el día de la creación no han dejado de hablarnos” .

Por su parte, el chileno Gastón Soublette asegura que “la fuerza de un símbolo, se entienda o no racionalmente su significado, reside en una efectividad intrínseca, la cual proviene del hecho de estar constituido por elementos que pertenecen a la herencia simbólica inconsciente de la humanidad, que actúa sobre los hombres aunque éstos los ignoren”. En otras palabras, podemos ver una referencia al símbolo como ente actualizador o cristalizador de los elementos arquetípicos del ser humano.

Ahora bien, es posible diferenciar lo que designa la palabra “símbolo” ya sea en términos generales o en términos particulares. En el primer caso, se referiría a la multitud de elementos que son capaces de portar una simbolización, es decir que potencialmente pueden simbolizar algo. En tanto, el símbolo, en términos particulares, puede ser entendido como un elemento físico concreto –o una imagen de éste– que designa una realidad abstracta; con lo que se logra diferenciar el símbolo mismo de otros elementos simbólicos como el mito o el ritual.

Diferenciando el símbolo de lo que podría llamarse en términos generales como “elementos simbólicos”, es factible referirse ahora a lo que constituiría el “fenómeno simbólico”.

Es así como, no obstante las características propias de cada elemento simbólico, no basta el símbolo “per se” para ser percibido como tal por el observador, al modo de un hecho dado; más bien puede llegar a estimarse como tal sólo a partir de la interrelación que establece con éste, conformándose de tal modo entre elemento simbólico y observador una “relación simbólica”.

Sin embargo, dicha relación simbólica puede desarrollarse de manera conciente o de manera inconsciente. Para que la relación simbólica adquiera el carácter de consciente, requiere de una actitud particular de la conciencia de quien percibe o vivencia el elemento simbólico, actitud que en psicología analítica se conoce como “actitud simbólica”.

De este modo, el fenómeno simbólico requiere de la existencia de dos factores constituyentes que se acoplen: el elemento simbólico a observar y un observador que enfrente dicho elemento simbólico. Para que tal fenómeno se haga conciente, requiere, a su vez, de una actitud simbólica; y, en virtud de que el proceso de individuación supone una conciencia que lo vivencie, la actitud simbólica aparece como una especie de catalizador del referido proceso de individuación.

Al respecto, Carl Gustav Jung da cuenta de que mientras algunos individuos poseen tal "actitud simbólica", otros se limitan sólo a subordinar el sentido de los fenómenos a los hechos concretos; de lo cual es posible inferir que en tales casos el contacto con los símbolos se hace sólo a un nivel inconsciente.

De este modo, al hablar de símbolos es necesario considerar los dos elementos constitutivos del fenómeno simbólico, es decir, tanto el elemento simbólico en sí como la actitud simbólica requerida por parte de su observador. Es entonces la relación de acoplamiento entre ambos constituyentes lo que determina la existencia de un fenómeno simbólico conciente que contribuya al proceso de individuación; el cual nos permitirá re-ligarnos como una integralidad, descubriéndoonos como verdaderos hombres integrales.

enero 16, 2007

Reunir lo que está separado... ¿Es posible la convivencia entre dios y el diablo?

Es posible imaginar las largas y oscuras noches del hombre primitivo, sin luz artificial y con millones de estrellas por observar.
De tanto admirar dichas estrellas les fue dando un orden y un sentido, generando las constelaciones, en las cuales podía ver la proyección espacial de sus mitos y sus padeceres psicológicos.
Con el tiempo aquellos hombres fueron conformando sistemas de descripción para procurar comprender su universo, tanto físico como psicológico. Así es como fueron labrando su desarrollo, dejando huellas en el camino.
Los mitos, la alquimia, la astrología y tantos otros rastros culturales fueron dando cuenta de un fenómeno que subrepticiamente trascendía en todas las culturas, en todos los tiempos y en todos los lugares: el inconsciente colectivo, un ente pletórico de los arquetipos que definen y organizan la existencia.
No obstante, esos arquetipo adquieren sentido sólo en la presencia de un observador, de una conciencia que los atisbe y les de forma.
Ahora bien, como se sabe, el origen etimológico del término “símbolo” se encuentra en “sym-ballein”, que significa “lanzar (juntamente) con”. Esta expresión aludiría a las dos partes de una pieza rota, cuya reunión servía como reconocimiento o contraseña, ya que ellas se completaban mutuamente y juntas adquirían sentido.
Por su parte, la palabra “diablo” tendría su origen etimológico en “dia-ballo” que significa dividir. Es el diablo entonces la dualidad que, en su aspecto negativo, significa la polarización, la diferenciación, la división. Es simbólicamente la separación que establece Dios mediante una espada, tras la expulsión del hombre del paraíso.
El diablo, en consecuencia, desde el punto de vista psicológico puede personificar la separación entre el consciente y el inconsciente, entre el mundo arquetípico y el mundo simbólico.
Sin embargo, esa diferenciación logra ser complementada y, por ello, transformada, gracias a la intervención del símbolo. De hecho, como señala Chevalier: “El símbolo religa los diferentes niveles de la conciencia individual y colectiva”.
Más aún, así visto, el símbolo re-liga nuestra conciencia con el inconsciente colectivo, de modo tal que el fenómeno simbólico se constituye en ente unificador del sistema psíquico, deviniendo así en el fundamento de la re-ligión en el ser humano.
En tal sentido, Erich Fromm reflexiona: "el lenguaje simbólico es el único idioma extranjero que todos debiéramos estudiar. Su comprensión nos pone en contacto con una de las fuentes más significativas de la sabiduría, la de los mitos, y con las capas más profundas de nuestra propia personalidad. Más aún, nos ayuda a entender un grado de experiencias que es específicamente humano porque es común a toda la humanidad, tanto en su tono como en su contenido".
Para finalizar, parece oportuno reproducir lo expresado por el connotado estudioso del simbolismo Jean Chevalier, quien señalara: “Si tú eres sensible al símbolo, te conocerás a ti mismo; conocerás a los demás, al Universo y a los dioses”.
O como como escribiera Fulcanelli: “¡Cuantas maravillas, cuantas cosas insospechadas no descubriríamos, si supiésemos disecar las palabras, quebrar su corteza y liberar su espíritu, la divina luz que encierran!”.

enero 11, 2007

Los arquetipos

"Ellos se proyectan interiormente hacia mí
y yo me proyecto exteriormente hacia ellos;
y, resulte bueno o malo
formar parte de ellos,
de ellos formo parte;
y de cada uno de ellos y del conjunto
yo tejo el canto de mí mismo”
Walt Whitman. Hojas de Hierba.

En razón de que los seres humanos compartimos contenidos psíquicos y formas de comportamiento inconscientes que son iguales en todas partes y en todos los individuos es que Jung llegó a proponer la existencia de ciertas entidades a las que denominó “arquetipos”.

En tal sentido, los arquetipos constituyen "predisposiciones heredadas a reaccionar de tal o cual modo" o, dicho de otra manera, constituyen una "disposición innata a la formación de representaciones paralelas o bien estructuras universales, idénticas, de la psique". De esta forma, los arquetipos vienen a constituir un símil del concepto de “pautas de comportamiento” o “patrones de organización”.

Por tanto, no cualquier imagen o idea podrá tener el rango de arquetípica. Para que sea posible aseverar que una imagen, una idea o una conducta tiene el carácter de arquetípica debe necesariamente poderse comprobar su existencia idéntica, tanto en su forma como en su significado, de manera transversal en la historia de las culturas humanas.

Para completar el cuadro, debe considerarse que tales patrones de organización en general nos son desconocidos en la vida diaria, por lo que poseen un carácter inconsciente. Además, si ellos se hallan en todos los seres humanos, es posible afirmar que constituyen un inconsciente colectivo. En tal sentido, si el arquetipo habita en el inconsciente colectivo, entonces el símbolo viene a constituir su representación en la conciencia.

Ahora bien, retomando el análisis de las entidades arquetípicas, podrá establecerse, en términos generales, una diferenciación entre figuras arquetípicas -como la madre, el hijo, el padre, dios, el sabio, etc.-, acontecimientos arquetípicos -como el nacimiento, la muerte, la separación de los padres, el matrimonio, etc.-, objetos arquetípicos -como el agua, el sol, la luna, los peces, las serpientes, etc.-, y procesos arquetípicos -como la adaptación, la individuación, la depresión, etc.- .

Por su carácter profundamente inconsciente, los arquetipos no pueden ser captados directamente por la consciencia. Sólo es posible tener conocimiento consciente de ellos por medios indirectos.

Concordantemente, con cierta amplitud de criterio, podemos dar cuenta de que en el Zohar —libro tradicional de la Cábala— se señala: "Antes que cualquier forma hubiera sido creada, Dios estaba solo, sin forma, y semejante a nada. Y por razón que el hombre no es capaz de describirse a Dios como realmente es, no le está permitido representarlo ni en pintura, ni por su nombre, ni incluso por un punto. Pero después que Él hubo creado, al hombre, Dios quiso ser conocido por sus atributos".

De esta forma, la Cábala reconoce la incapacidad del ser humano para conocer lo que podríamos denominar la "esencia divina"; de modo tal que, puesto que aquello que es incognoscible es por tanto permanentemente inconsciente, podemos suponer que existe una potencial analogía entre el concepto cabalístico de Dios —o esencia divina— y el concepto junguiano de arquetipo.

En la misma línea, los símbolos vendrían a constituirse en las "emanaciones" o "atributos" de Dios señalados por la cábala y que son los medios por los cuales, de manera indirecta, es factible acercarse en alguna medida a la esencia divina, al inconsciente colectivo.

De hecho, Dion Fortune nos dice que los cabalistas “no tratan de explicar a la mente lo que la mente es incapaz de comprender, sino que suministran una serie de símbolos para meditar”, limitándose a señalar que "lo Absoluto" está más allá de las posibilidades de conocimiento del ser humano. Esto lo simbolizan situando el llamado “Velo de la Existencia Negativa” en el límite entre lo cognoscible y lo incognoscible.